Tela vieja

Dibujó un gran corazón en el aire y agitó fuertemente los brazos intentando llamar su atención. Podría haber gritado su nombre pero se quedó sin habla. Él caminaba hacia el coche sintiendo aún en su carne aquel apretado abrazo y no volvió a mirar atrás. Pasó frente a la casa y no giró la cabeza. Hacía lo mismo en cada despedida. No las alargaba después del adiós, después del adiós no había otro y ella sabía reconocer perfectamente cuál era el último.

Tres meses por delante de escasas noticias, de conversaciones entrecortadas, de te quieros atropellados, de miedos lejanos infiltrados en la dulce rutina diaria. Su café se había quedado helado en una ardiente despedida. Hizo otra cafetera y mientras esperaba el sonido del borboteo final, clavó su ojos en aquel pañuelo tendido a última hora, rezagado en una colada que ya solo le pertenecía a ella.

Ese pañuelo anudado a su cuello en cada viaje significaba su presencia. Se lo rociaba de su perfume cada vez que se iba y él siempre mentía diciéndole que aún conservaba su olor. Ella estaba convencida de que aquella tela ya vieja, le protegía.

Se asustó. Su primera foto en aquel desierto llegó a los pocos días. Sonreía con orgullo abrazado a sus compañeros de misión y un nuevo amasijo de alegres colores bereberes rodeaba su cuello sin rastro de ella. La vieja tela siguió tendida al sol, olvidada.