Mi voraz competidor

Estar confinado en casa puede ser horrible para alguien acostumbrado al campo, al aire y al sol. Un verdadero horror que se asimila poco a poco, al tiempo que la ansiedad te va captando, que los nervios aplacan tu devenir y que la convivencia pasa por episodios de envenenamiento.

En estas circunstancias, un respingo de luz, una leve sacudida de brisa, un golpe de frescura o el pequeño sobresalto producido por un sonido normalmente ignorado que llega desde la calle, puede convertirse en un salvavidas para la existencia de la mayoría.

En mi casa, ese flotador que viene a socorrer mi aburrido acontecer diario no es otro que un pequeño balcón, de esos extremadamente angostos y cercados por una reja tan habituales en los bloques antiguos, pero que en esta coyuntura ejerce de desembocadura hacia la libertad.

Allí salgo a airearme, a elucubrar, a estudiar, a pensar, a entender, a calcular, a proyectar, a imaginar... en fin, que se ha convertido en ese refugio que me resguarda y me mantiene vital.

En estas andaba hasta que los quehaceres necesarios para salvaguardar la limpieza del hogar dieron al traste con mi guarida de autodeterminación.

Varias cuerdas extendidas en paralelo de lado a lado del contorno del mínimo corredor, le habían servido a mi chica para improvisar un tendal, en el que un cúmulo de ropa recién lavada y suspendida ocupaba mi espacio, arrebataba mi aire, se interponía a mi luz.

Jamás pensé que una simple ringlera de prendas iba a convertirse en tan voraz competidor.




Tela vieja

Dibujó un gran corazón en el aire y agitó fuertemente los brazos intentando llamar su atención. Podría haber gritado su nombre pero se quedó sin habla. Él caminaba hacia el coche sintiendo aún en su carne aquel apretado abrazo y no volvió a mirar atrás. Pasó frente a la casa y no giró la cabeza. Hacía lo mismo en cada despedida. No las alargaba después del adiós, después del adiós no había otro y ella sabía reconocer perfectamente cuál era el último.

Tres meses por delante de escasas noticias, de conversaciones entrecortadas, de te quieros atropellados, de miedos lejanos infiltrados en la dulce rutina diaria. Su café se había quedado helado en una ardiente despedida. Hizo otra cafetera y mientras esperaba el sonido del borboteo final, clavó su ojos en aquel pañuelo tendido a última hora, rezagado en una colada que ya solo le pertenecía a ella.

Ese pañuelo anudado a su cuello en cada viaje significaba su presencia. Se lo rociaba de su perfume cada vez que se iba y él siempre mentía diciéndole que aún conservaba su olor. Ella estaba convencida de que aquella tela ya vieja, le protegía.

Se asustó. Su primera foto en aquel desierto llegó a los pocos días. Sonreía con orgullo abrazado a sus compañeros de misión y un nuevo amasijo de alegres colores bereberes rodeaba su cuello sin rastro de ella. La vieja tela siguió tendida al sol, olvidada.