Estar confinado en casa puede ser horrible para alguien acostumbrado al campo, al aire y al sol. Un verdadero horror que se asimila poco a poco, al tiempo que la ansiedad te va captando, que los nervios aplacan tu devenir y que la convivencia pasa por episodios de envenenamiento.
En estas circunstancias, un respingo de luz, una leve sacudida de brisa, un golpe de frescura o el pequeño sobresalto producido por un sonido normalmente ignorado que llega desde la calle, puede convertirse en un salvavidas para la existencia de la mayoría.
En mi casa, ese flotador que viene a socorrer mi aburrido acontecer diario no es otro que un pequeño balcón, de esos extremadamente angostos y cercados por una reja tan habituales en los bloques antiguos, pero que en esta coyuntura ejerce de desembocadura hacia la libertad.
Allí salgo a airearme, a elucubrar, a estudiar, a pensar, a entender, a calcular, a proyectar, a imaginar... en fin, que se ha convertido en ese refugio que me resguarda y me mantiene vital.
En estas andaba hasta que los quehaceres necesarios para salvaguardar la limpieza del hogar dieron al traste con mi guarida de autodeterminación.
Varias cuerdas extendidas en paralelo de lado a lado del contorno del mínimo corredor, le habían servido a mi chica para improvisar un tendal, en el que un cúmulo de ropa recién lavada y suspendida ocupaba mi espacio, arrebataba mi aire, se interponía a mi luz.
Jamás pensé que una simple ringlera de prendas iba a convertirse en tan voraz competidor.